viernes, 9 de diciembre de 2011

Iglesia de Santa María en "El baile" de Fernando Quiñones



El baile
O Aquí en el rinconcito del escalón de arriba

Dondequiera que estés, sabrás
por qué digo lo que ahora digo.
JOSÉ HIERRO

A mí tú no me verías pero yo a ti sí. Hace tiempo. Bañándote con gente del muelle pesquero en Puerto Piojo. Y en Los Bloques a la vera del Dique Seco, di que no.
[…]
Y ahora, a la izquierda de la puerta mayor de Santa María, Juan Faraco insistía en dejar sentados en el mismo rincón del escalón último al mejicano y a Joaquín, como asegurándose de que estaban en el sitio justo. Luego se quitó de dos tirones la chaqueta negra y la echó sobre las piernas de Joaquín.
-A verla muerta llegué y lo que está es durmiendo- dijo. –Ahora fijarse en esto.
Bajó un escalón, se distanció ocho o diez pasos y levantó los brazos.
Cuesta de la Jabonería abajo, el reloj del ayuntamiento acababa de dar las seis.
[…]
Juan Faraco se distanció ocho o diez pasos, permaneció inmóvil con los brazos levantados, y el mejicano y Joaquín se hicieron cargo un poco de lo que iba a venir. Sólo un poco.
Como si también le correspondieran o nada pudiese con el plenilunio, aún parecían surtir de su luz las del alba, ópalos, rosicleres, lentos brochazos crema, en arribo desde el extremo de la bahía. Un olor a algas, duro y fresco, subía al bajar la marea.
Y daba el primer cuarto de las seis el reloj del ayuntamiento cuando un auto madrugador, del centenar con que la ciudad de Cádiz contaría por los últimos años cuarenta, frenó hasta detenerse en el grupo escolar pegado a la muralla del mar, junto a la Cárcel Vieja. Era un Ford negro, grande, y la nueva claridad dejaba ya ver su marcial cargamento: un marinero joven al volante, con un jefe de la Armada sentado junto a él, otros dos jefes detrás, en uniforme de gala los tres, gorra casi hasta las cejas, y una señora asalmuerada, imperiosa de comisuras, con un pétreo traje gris y como rodeada por un halo invisible de virtudes, y aun de módicas santidades, sobre el cuello de severo piqué.
Los cinco adelantaban la cabeza, embebidos en la contemplación del hombre flaco y negrucio en mangas de camisa que, entre espaciados y cortos repiques de tacón, bailaba y bailaba por la escalinata de Santa María sereno y tenso a la par, como fuera del mundo, mientras dos muchachos, sentados allá al fondo contra las paredes de la esquina, también lo miraban sin quitarle ojo.

FERNANDO QUIÑONES
EL CORO A DOS VOCES.

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