jueves, 24 de marzo de 2011

DIVAGACIÓN SOBRE LA ANDALUCÍA ROMÁNTICA, por Luis Cernuda

Coto de Doñana (Huelva) en invierno, foto Rafa Romero Porrino, 2011



Soledad deleitable... último asilo de la cansada vida; jardín eterno: muestras, ruinas, vestigios que aún nos quedan del Paraíso en muy pocos lugares privilegia­dos sobre la tierra.
...Se rindió al sueño en aquel paraje encantado, o cedió más bien a la fuerza de un desvarío profundo, que ganó sus sentidos y dio suelta a la fantasía... Se hallaba solo en un nuevo Edén... ¡Qué ilusión! ¡Qué misterios y qué enigmas del corazón! Veíala en sueños por la primera vez, y la veía en diversos lugares y en diferentes apariencias, a cual más noble, a cual más atractiva y afectuosa; pero siempre a lo lejos, pero siempre como una sombra, o en el cabo de una montaña, o al través de los árboles, o debajo de un río en lo más hondo, como una luz incierta que reflejan las ondas en medio de la noche. Mil veces se le muestra de estos modos incomprensibles aquella imagen adorada, y otras tantas se pierde en la oscuridad.
(CHATEAUBRIAND, Las aventuras del último Abencerraje, Ed. Cebreriró, Valencia, 1827, págs. 44-45)

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         Siendo niño, al rebuscar un día a escondidas la biblioteca pa­ternal, allá en Sevilla, encontré unos pequeños volúmenes que lleva­ban un título extraño y sombrío. Eran las Memorias de Ultratumba, de Chateaubriand. No comprendí entonces aquel libro; pero en el niño, como en el hombre, trabaja siempre instintivamente un raro poder de contagio espiritual. Y gracias a ese oculto don quedaron desde enton­ces grabadas en mi inconsciencia, estímulos para la vida futura, la lírica altivez, la grandeza infortunada que aquel gran escritor mostró por primera vez, como noble ejemplo, a mi infantil espíritu adorme­cido. Y cuando en la juventud se avanza hacia la vida con un ejemplo como ése ante nuestra voluntad, son varias las veces que quedamos derribados en tierra con un extraño amargor en los labios. Se vuelven entonces los ojos hacia no sabemos qué paraísos terrestres; aunque ya entonces comprenda nuestro desengaño que tal anhelo no es más que un atávico sueño. Todos somos libres, sin embargo, para acariciar ese sueño y para situarlo más acá o más allá del mundo. Confesaré que sólo encuentro apetecible un edén donde mis ojos vean el mar transparente y la luz radiante de este mundo; donde los cuerpos sean jóvenes, oscuros y ligeros; donde el tiempo se deslice insensiblemente entre las hojas de las palmas y el lánguido aroma de las flores meri­dionales. Un edén, en suma, que para mí bien pudiera estar situado en Andalucía.
Si se me preguntara qué es para mí Andalucía, qué palabra cifra las mil sensaciones, sugerencias, posibilidades unidas en el radiante haz andaluz, yo diría: felicidad. Tal vez esta creencia sea una obsesión de poeta. Hoy la vida es dura, fea y pobre. Y siempre ha sido achaque común a gente soñadora el recrear su fantasía en los días de otra época imposible ya. La vida andaluza está ahora corrompida; alguna de sus ciudades se viene abajo materialmente, se consume en silencio, hasta un punto que no es necesario actuar de profeta para anunciar su desaparición espiritual, si no material. Pero qué sueño único, qué fantasía realizada pudo ser la vida andaluza romántica. No olvido, claro es, que en esa tierra el esfuerzo del artista, el esfuerzo desinteresado, no se comprende ni se estima. Con lo ya creado no necesita más la satisfacción y goce humanos. ¿A qué esforzarse, pues? La na­turaleza es tan rica allí que sus dones debían bastar generosamente a quienquiera. Ha sido necesaria la feroz civilización burguesa para que el hombre del pueblo andaluz se viera desposeído en un ambiente donde todo respira, al contrario, abundancia y descuido. Poco bastaría allá para la dicha inconsciente. Sé de un árabe tan pobre que sólo poseía, como cosas superfluas, una guitarrilla, un ave enjaulada y una maceta de albahaca. Sentado por la mañana en una roca sobre el mar, tendía su aparejo de pesca que le procuraba el mínimo alimento co­tidiano; y allí, entre el trinar del ave, el perfume de la albahaca y sus propios sueños, que acompañaba a veces con la guitarra, dejaba pasar los días, cuyo semblante para él no era otro sino el mismo uniformemente feliz de su desinterés sonriente. Y esa actitud vital ¿no es puramente romántica? Por lo menos ése es el romanticismo indolente que el ambiente andaluz nos inspira; tanto, que si quisiéramos definir An­dalucía, sólo en el romanticismo se hallaría la fórmula mágica que apresara en palabras su vívido encanto. En la época romántica tuvo su hora Andalucía. Lo triste es que la dejara sonar en vano. De ahí la invencible melancolía que su contemplación produce.
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Si la actitud romántica es sólo una fecha en la historia del espíritu y desaparece pasada esa fecha, hablar hoy de romanticismo únicamen­te significaría conmemorar un gesto perdido, pero no el continuo fluir de una corriente inagotable en la criatura humana. Mas el romanti­cismo, como el héroe que lo encarna en Cádiz, el novelesco episodio de Galdós, repite apagadamente en nuestro oído: «¿Crees que muero? ¡Ilusión! Yo no puedo morir; yo soy inmortal». Al hablar, pues, de romanticismo no se crea que repito esa gran palabra para celebrar una conmemoración; con ella designo algo tan vivo y fuerte entre nosotros que en torno nada encuentro donde pueda cifrarse idéntica riqueza de posibilidades. Tal vez deba excusarme por referir el ro­manticismo, no a un escritor o un artista, cosa frecuente, sino, cosa menos frecuente, a una tierra; por referirme al romanticismo vivo y esencial de esa grande y extraña tierra andaluza, como clave para adentrarse en su cambiante atmósfera. No pretendo con ello descubrir su misterio, porque, sea o no posible descifrar misterios, conviene de­jarlos como irisado horizonte de nuestra vida, siempre demasiado evi­dente. Naturalmente que me atrae tanto el romanticismo que pudié­ramos llamar histórico de Andalucía como su romanticismo eterno, viva cifra del espíritu y cuerpo andaluces.
No me interesa ahora la aportación literaria de esa tierra al ro­manticismo español, aunque Bécquer, nuestro poeta romántico más considerable, sea andaluz. En cierto sentido yo no vería otro nombre que pudiera oponérsele, si no es el de la gran Rosalía de Castro; verdad que, procediendo sin embargo de Bécquer, hay en ella resonancias de distinta época. Mas, en general, cabría decir, si Andalucía da a España la poesía del Duque de Rivas, en cambio Espronceda no es andaluz. Y no obstante haber en los versos del cordobés una cierta prestancia que no es fácil hallar en Espronceda, no digamos en el pobre Zorrilla, podrían equipararse ambos poetas. Otros nombres de románticos menores, Enrique Gil, Pastor Díaz, Piferrer, deliciosos por los demás, tampoco son andaluces. No es, pues, una cuestión de romanticismo exclusivamente literario lo que aquí me interesa en relación con Andalucía, sino cierta particular atmósfera embriagadora que baña hoy calladamente esa tierra y que, visible y manifiesta en la época romántica, atrajo a muchos artistas extranjeros. Es su forma peculiar de vida colectiva lo que me preocupa, no unas vidas anda­luzas aisladas. El romanticismo respira todavía en Andalucía, y res­pirará siempre, porque es consubstancial con su espíritu.
Un andaluz desterrado en Castilla es quien distrae aquí la fantasía en pena hacia unas tierras misteriosamente claras, hacia el distante mar del sur, con unas profanas divagaciones acerca de su patria ro­mántica, sueño de unos poetas desaparecidos hace tiempo y obsesión tal vez hoy de algunos en vida. No se busque todavía en estas páginas precisión; en Andalucía los contornos se esfuman con una niebla iri­sada, con un miraje prometedor muy distinto de la fatal evidencia del horizonte castellano. Existió, sin duda, una Andalucía tal como los románticos la soñaron desde tierras lejanas y tal como la buscaron una y otra vez, con enconado afán, en sus viajes a España. Tal vez sea una locura perseguirla hoy a través de las tristes deformaciones, las toscas mentiras, el falso amor de sus últimas generaciones; tal vez esto no sean sino fantasías sin fundamento. No importa. Si existe una Andalucía espiritual sólo en el romanticismo podemos hallar sus últimas huellas colectivas. Es agradable para mí adivinar su vívida forma, su contemplativo encanto, entre los ecos de unas voces hoy desapare­cidas, que tan bien supieron comprenderla y amarla.
Mas son tantos, tantos, los libros románticos que a ella se refieren. Yo no pretendo conocerlos todos; quizá conozca los más urgentes. Además, ¿qué Andalucía parece hoy más verdadera; la de los nacionales, Estébanez Calderón, por ejemplo, o la de los extranjeros, Byron, Chateaubriand u otro ilustre visitante? Bécquer pudo habernos dicho algo; prefirió vivir y morir como callado andaluz. En sus leyendas, en casi todas, alientan ambientes extraños a su tierra. Sólo La venta de los gatos, Maese Pérez el organista, son evocaciones de ella; aunque su an­dalucismo, sutil como un hálito, baña profundamente cualquier at­mósfera que descubra. Y Toledo o Veruela, Aragón o Castilla, están reflejados en su irisado vidrio de andaluz nórdico. Pero prescindamos de él ahora; si hablásemos del espíritu andaluz eterno, del cual esa Andalucía romántica es sólo una forma, la más bella quizá de todas las formas que en época moderna ha revestido, otra cosa sería. Tal empresa demasiado grande quédese para un gran andaluz que nazca saben los dioses cuándo. Tal vez nunca.
Recordemos libros, páginas románticas sobre Andalucía. Qué pas­to magnífico para el erudito. Quisiera conocerlos todos y verter aquí o allá, dentro de estas líneas, una preciosa gotilla de sus zumos aro­matizados y densos con el paso de los años. Como no es posible, tengo que mezclar, entre los ecos de esas nobles voces extintas, la mía viva y descuidada, pero autorizada quizá por toda una niñez y adolescencia andaluzas pobladas de romántica soledad y lírico anhelo. No se me tache de capricho por estas divagaciones; advertidos quedan quienes me vayan siguiendo en ellas. Tanta parte tienen aquí las referencias concretas de un libro como las fantasías de quien esto escribe. Por lo demás, poeta y erudito son semejantes al amante joven y al viejo enamorado de que habla La Rochefoucauld; aquél quiere ser fiel y no lo consigue; éste quiere ser infiel y no puede. Me resignaré a la infide­lidad.
Quiero alegar, en cambio, que las referencias aquí mencionadas han dejado desde hace tiempo en mi espíritu su sombra y su olvido. Esa pequeña compensación hará, si soy infiel, que mi engaño sea lo que pudiera llamarse una hermosa infidelidad. ¿Quién ignora la fuerza de un recuerdo y de un olvido para formar un temperamento? Somos hombres en tanto podemos olvidar y recordar; y aunque parezca triste que el placer pueda lo mismo olvidarse que recordarse, hay un equilibrio en que sea su luminosa realidad pasada, unida cínicamente con la otra más punzante de penas y dolores, quienes nos formen sin prisa, como la sucesiva corriente del río forma y asienta, o arrastra en defi­nitiva, las piedras que pueblan sus riberas. Una vez muertos, el olvi­do, que durante la vida tan insistente cerco tenía colocado a nuestra memoria, entra dentro de ella, abrazándola estrechamente, hechos ya una sola y única sombra en el pasado.
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La Andalucía romántica... ¿No es verdad que su encanto, al ser recordado hoy, merece de nuestra parte algo más que espigar entre las alusiones a ella hechas para reunir en su honor un amarillento haz? Merece que la fantasía de un poeta hastiado de nuestra época y deseoso de otra más libre, o por lo menos más desatada, sueñe a su lado, bajo la azulada sombra de un sol que no se ha puesto todavía.
Escritores dados al viaje han existido en cualquier época literaria. Pero hay una obsesión particular a cierto tipo de artista romántico, que pudiéramos llamar errante en oposición al romántico sedente; cierto tipo de artista atraído por una determinada forma de vida, característica, según él, de un determinado país. El romanticismo tuvo, como sabemos, un origen nórdico; y del norte bajó hasta el sur. Un invencible capricho de la fantasía me lleva a suponer, en no sé qué época anterior y remota, un viaje contrario, sur a norte, de un sutil espíritu demoníaco, un maligno Ariel, que se divirtiera insuflando en las inteligencias humanas irisadas mentiras y soñolientas verdades. Y que allí, en el norte, adormecido entre nieblas, lluvias e hielos, hubiera permanecido largos años. A su sueño deberíamos los pequeños templos románicos levantados bajo cielos tempestuosos; los altivos casti­llos a cuyos pies huye un verde río; góticas esculturas donde lo ideal se une a la socarrona bufonería; lienzos como una misteriosa mirada sobre la intimidad. Y tantas otras obras exquisitamente diabólicas. Pero un día este espíritu, cansado de su larga somnolencia nórdica, sacude las
nubes y corre de norte a sur; entonces levanta a su paso esa tempestad llamada romanticismo, agitando a los hombres, como el viento que según un cuento de Andersen se divierte, al cruzar sobre China, con impulsar las menudas campanillas de plata que penden en los tejados de templos y palacios. Y allá van, encantador y encan­tados, a buscar el sol y la languidez meridionales, llevando consigo, extraña coincidencia, un eco de nieves dormidas bajo un cielo envol­vente tal una estancia acogedora.
Dos países atraen particularmente el romántico éxodo hacia la luz: Italia y España. Países los dos habitados en anteriores épocas por otras civilizaciones desaparecidas. Pero si Italia pretende hoy continuar la tradición romana, en España la tradición árabe ha sido casi olvi­dada. Pocos son quienes recuerdan o quienes conocen a los poetas y filósofos, a los artistas árabes españoles. Y sin embargo son nuestros, tanto como los de tradición castellana. El suelo y el aire quedaron impregnados de algunos dejos, eco de aquellas razas extintas; dejos que, respirados por los nuevos pobladores, pasan a ser parte de su espíritu. ¿Era ese melancólico eco lo que buscaban los viajeros román­ticos? Tal vez por lo que a Italia respecta; mas por lo que a España se refiere, a pesar de la Alhambra, a pesar de la Mezquita de Córdo­ba, a pesar del Alcázar de Sevilla, buscaban algo más. Algo que tam­bién existía, aunque de diferente modo, en Italia; pero que allí pasaba a segundo plano por la imperiosa voz de la tradición romana. Y ante la llamada que hacía el espíritu de un pueblo perdido, en el mismo aire que le viera agitarse y desaparecer, la inteligencia de esos ilustres visitantes quería suponerlo vivo aún a través de sus obras inmortales. Mas en España buscaban una salvaje libertad vital, cosa desconocida en sus países originarios, ya aferrados entre las garras de una civili­zación burguesa. Víctor Hugo sueña en París acodado a su ventana, mientras la sombra crepuscular se adensa en el corredor, «con alguna ciudad morisca deslumbradora e inaudita» que desgarre con sus agu­jas de oro la niebla que le envuelve. Tal anhelo oriental es preciso en su vaguedad. ¿No vemos ya erguirse en un cielo radiante las arábigas torres andaluzas? Porque los románticos, en España, quieren ante todo Andalucía. Hoy todavía no es raro que algún cándido viajero encuentre lo meridional apenas cruza el Bidasoa. ¿No dio en 1828 el traductor francés de La Estrella de Sevilla como título a su versión este de El Cid de Andalucía? Bien visible es la obsesión hacia lo andaluz; gracias a ella no había obstáculo para unir cosas tan antagónicas, tan irreconcilia­bles como Andalucía y el Cid, en una denominación más significativa aún de la obra a juicio del adaptador.
Pero preciso es reconocerlo, faltó a Andalucía en esa época el prestigio hondo y sutil que infiltraron a la atmósfera italiana los poetas ingleses y alemanes. Y ésa será ya siempre la ausencia terrible en Andalucía de algo que no es nada y es todo para una tierra. Quién pudiera infiltrar ese divino don en el ambiente andaluz... Tal es su dramática expectativa. Las revueltas olas de Viareggio arrojaron el cadáver de Shelley sobre la playa indiferente; en Roma, entre cipreses viejos y viejas piedras descansa el etéreo recuerdo de Keats. Una gloria imperecedera va unida a la tierra que presenció el ocaso de tales espléndidas criaturas. Byron muere en Grecia, y la fama de su nombre, casi, da la libertad al pueblo griego. ¿Qué puede ofrecer nuestra pobre y hermosa Andalucía? A pesar de su modestia, en ella buscó Chateaubriand honor y poesía; Byron, una distracción salvaje a su preconcebido hastío; Mérimée, el fuerte contraste entre la vida parisién, ambiente intelectual y salón rumoroso, con el perezoso campo andaluz, de rudas pitas, olivos cenicientos y sendas rojizas por donde cruzan los arrieros con sus menudos borriquillos. No puede ofrecernos Andalucía ningún melancólico recuerdo de aquellos románticos visitantes; sus vidas pasaron por allí sin dejar otro rastro que el lejano de unas cuantas palabras admirativas. El sol radiante, el mar refulgente y la vida ociosa y lánguida del sur se miran frente a frente, sin que los cruce el pensativo fantasma de ningún poeta famoso. Pero, sin embargo, allí convergieron algunos afanes humanos buscando la rea­lización de un sueño presentido.
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          Cálidas ciudades de nieve y espuma, escalonadas al lado del mar o escondidas como altaneras aves entre las montañas, tendidas en una verdosa marisma o en soñoliento valle; habitadas por hermosas criatu­ras de oscura piel y revueltos cabellos, con pupilas de sombrío fulgor, talle quebradizo, ronco y cadencioso hablar. Unas veces tienen como fondo la fuerte y esbelta arquitectura de los navíos anclados en el puerto callado, libre del horrible tráfico vulgar, si no es el ir y venir de cuerpos sin prisa, casi desnudos como dioses o cubiertos con ligeros vestidos de sonoros colores. Otras es la calle aguda y flexible como un acero, con los tejados tan próximos dejando percibir una estría de luz embriagadora. Las casas de gruesos muros y rejas dramáticas permi­ten a la mirada envidiosa perderse en el encantado vergel que asoma apenas por una revuelta del oscuro corredor. Y un silencio, un silencio donde se aspira, denso como gotas de lluvia, el perfume de los jazmi­nes, de los nardos y de las magnolias. Tal vez una voz gutural lejana lo rompe con un grito que se apaga en cadencia ondulante, igual que las olas del mar sobre la playa. ¿Cómo no añorar un paraíso semejante desde las horribles ciudades modernas?
          Pasados los primeros años románticos, Baudelaire no tuvo ya fuer­zas para buscar en parte alguna la realización de tal sueño. Con él la fantasía huye hacia tierras lejanas. Pero sus visiones de cálidos climas casi no tuvieron una realidad directa; apenas si los entrevió en un rápido viaje de juventud. Fueron, no obstante, un sueño acariciado a lo largo de su vida, desde el diván, en la vaga habitación de una ciudad grisácea. Stevenson y Gauguin, cerca de nosotros ya, van más le­jos aún, a los mares del sur, en busca de ese sueño realizado que los románticos hallaron tan cerca. Hoy los arcángeles yanquis, con espa­da de fuego, se encargarían de amargarles su edén. Apenas si quedan paraísos románticos en la tierra. ¿Por qué no volver los ojos hacia Andalucía, donde aún se conservan restos de una especial libertad? No en vano los escritores del pasado siglo pusieron en ella sus ojos. Esa tierra parece conciliar, por una rara armonía, contrapuestos extremos.


Voltaire, en su Ensayo sobre las costumbres, dice refiriéndose en general a nuestra patria: «Todo el mundo tocaba la guitarra, pero no por ello estaba menos extendida la tristeza sobre el haz de España». ¿Se quiere algo más para despertar el fervor de los jóvenes románticos? Bien; hay más. Agrega Voltaire que componen las costumbres del pueblo español «orgullo, devoción, amor y ociosidad». Aquí está en germen lo que hoy consideramos como más fácil dentro de la obser­vación romántica de nuestra vida. Y al decir nuestra debo aclarar que refiero ya esa observación a Andalucía. No se crea por ello que es afán andalucista mío el aplicar a dicha tierra palabras escritas para España en general. En todo caso, si andalucismo hay, es un andalucismo que ha existido y existe todavía. Los lejanos viajeros románticos no deja­rían de tener idéntico parecer. Cuando Edgar Quinet asiste en Madrid a una corrida de toros, celebrada con motivo de la mayor edad de Isabel II, contempla como buen espectador la fiesta; defiende, elogia y admira según su diverso grado de interés. Pero llega el momento en que unos bailarines, ataviados con trajes de las diversas regiones, ejecutan sus danzas. Toca su turno a los andaluces, y el viajero se exalta transportado a no sé qué cielos: «Los más ricos, los más brillantes son los andaluces; de grandes sombreros, ligeras alpargatas y mil borda­dos unidas con agujas de acero». Y luego: «Ha habido un momento que se adueñó de la gente; cada bailarín andaluz se prosterna hasta el suelo, como para coger flores que esparce luego sobre la frente de su compañera. Después apoya su cabeza sobre el hombro de la anda­luza permaneciendo inmóvil. ¡Oh silencio, ensueños, meditaciones del amor al oscurecer de un día en Andalucía, bajo las estrellas de Gra­nada! ¿Qué poeta los pintaría mejor? No sé si este detalle forma de ordinario parte en tal clase de baile o si fue improvisado; pero la gracia, nobleza, amor e inspiración de ese solo movimiento se adueñaron a un tiempo de diez mil espectadores. Se levantaron transportados, y estallaron gritos de entusiasmo, salidos del alma, como nunca los había oído».
¿Qué bailarían? Probablemente el romántico fandango. Pero sí, buen viajero exaltado, Andalucía embriaga, como embriagan el alcohol y el opio. Y lo mismo les ocurre a otros visitantes, que naturalmente no voy a citar también. Bien sé que las viejas ciudades castellanas, Burgos, Ávila, Salamanca o Segovia, tienen, cómo no, sus admirado­res. Pero la superstición castellana no existe en esa época; se ha pro­ducido a fines del siglo pasado. Cierto que la figura literaria del Cid o de Don Quijote atrae también hacia la tierra escena de sus hazañas pero tras del prestigio literario del Cid, del Hidalgo, o de otro cualquiera entre nuestros literarios héroes, buscaban los románticos, pre­ciso es reconocerlo, realidades más concretas y tangibles. No me refie­ro a Gautier, cuya facundia exterior podemos disculpar hoy en gracia a su colorido, sino a casi todos los demás viajeros. ¿Se quiere realidad más concreta que el pie gaditano, ojos cordobeses u otra cualquiera perfección física andaluza? Unos radiantes ojos cordobeses a flor sobre la pálida piel morena pueden valer, en una fantasía romántica, toda la historia del Cid*. No sé por qué supongo una razón concreta de esa especie como causa que arrojó en la costa atlántica andaluza a lord Byron igual que un fatal meteoro. Más tarde y tras él, siguiendo sus huellas, pasó Disraeli el dandy, todavía disponible, sin profesión de fe conservadora.
Realidad sin otro valor que el de la leyenda, esa de los atractivos concretos -se me dirá-. ¿Y bien? Cuánto habría que decir en de­fensa de la leyenda romántica... Casi todo lo que se escribe sobre Andalucía no es más que una repetición sin gracia ni fuerza de lo que los románticos supieron ver con una originalidad certera y poética no superada por nadie después; si no es, claro, por los poetas andaluces contemporáneos, maravilloso mundo andaluz al cual no me refiero ahora porque me llevaría demasiado lejos. De los costumbristas más o menos actuales no quiero hablar. Si amamos Andalucía, si queremos conocerla, confrontar nuestros recuerdos y creencias con otros de ilus­tres espíritus, a los románticos debemos acudir. Una vez, cierto profesor vasco habló de la intelectual profundidad de las ciudades caste­llanas, oponiéndolas a las andaluzas, adecuadas, según él, para ser visitadas por «tenderos enriquecidos». Ataques de tal índole allá se van con los elogios igualmente ignorantes. Entre unos y otros Anda­lucía permanece en su límpido aire romántico, misteriosa, distante y seductora.
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En el prólogo a El último Abencerraje dice Chateaubriand: «Recorrí la antigua Bética, donde los poetas habían situado la felicidad». Qué melancólico sentido adquieren hoy para el viajero esas palabras. Sí, allí estuvo situada la felicidad; estuvo... Hoy sólo queda, como en la mano que guardó prisionero un pájaro luego huido, una vaga tibieza, un vago dejo dichoso que nos hace sonreír levemente sin saber por qué; y en el fondo más bien sentimos deseos de llorar.
Para el viajero sentimental sus días vagabundos resultan una su­cesión de elegías interrumpidas por breves instantes de pereza; lo cual, es verdad, viene a ser una misma cosa. Su ánimo volublemente triste queda prendido acá o allá; en un viejo convento abandonado, de claus­tro medio derruido, adonde asoma entre la yedra y ortigas un delicioso ajimez, trémulo aún con su graciosa esbeltez, como recién creado a la luz; o en una alta roca sobre la playa solitaria, que entre los restos de un fuerte yergue un blanco faro, cuyo volado seno bien pudiera ser morada del amor. En cuántos lugares no cree hallar el fantasma de la dicha, adelantándose hacia él sonriente con un dedo sobre los labios, como invitándole a no prolongar más su vana peregrinación, porque allí le aguardan inacabables horas de tregua divina. Y no quiero aludir a la lánguida perplejidad, al vago presentimiento de faltarle algo esencial, presentimiento que le acomete en sus andanzas cuando encuentra criaturas perfectas. Límpidos ojos ignorantes, graciosas líneas juveniles bajo una vulgar vestidura, detienen y fijan por unos instantes su incierta atención, con la imperiosa llamada de un instinto que quisiera ser dueño de cuanta hermosa criatura ven los ojos. El placer entra por los sentidos a nuestro espíritu; llama con presurosa mano a los deseos, que bien quisieran dejarle paso; pero siendo ellos quienes más le codician deben casi siempre reconocer modestamente su impotencia. Y se duermen de nuevo para no agravar el conflicto.
Cómo no recordar tu destino, romántico y anónimo viajero senti­mental, lejano hermano mío, al recorrer ahora con el pensamiento la tierra andaluza. Alguna parte de tu exquisita melancolía oprimió mi pecho al visitar Cádiz por primera vez.
Cádiz es quizá la capital posible de Andalucía; fue centro de Es­paña en la época doceañista; y esos días prerrománticos son los que todavía vive. Cuán vanamente han dejado los andaluces pasar el tiem­po, su tiempo, porque no han tenido otro; esa tierra dilapidó el sueño romántico, y Cádiz paga ahora pecados de toda Andalucía. Un en­canto maléfico parece pesar sobre su destino. En cada época se oye hablar de Cádiz como sobreviviéndose a un activo pasado. ¿No des­cansará esa creencia en una ficción? En verdad a Cádiz le va muy bien su delicado no hacer nada; pero al fin menudas chispas de fuego anuncian hoy que allí hubo, más o menos considerable, alguna ho­guera. De sus imprentas salió el primer volumen de versos publicado por el Duque de Rivas, que entonces sólo era Ángel Saavedra; en sus tertulias, las extinguidas tertulias gaditanas, apareció un nuevo espí­ritu español. A una de estas tertulias va vinculada por recuerdo fami­liar la buena de Fernán Caballero, cuya pintoresca tontería llega a hacer de sus Cartas un libro verdaderamente original. Por lo demás, la novela andaluza, desde ella hasta Valera, no gira sobre muy dis­tinto eje. Conoce el ambiente y lo ama; cómo pide a sus amigas copias de aquellas canciones populares que puedan recoger aquí o allá, entre Cádiz y Sevilla, donde su vida se desliza. Valera no cambia ese me­nudo mundillo a medias novelesco más que en ver a distancia el es­cenario; a distancia en sus dos sentidos de lejanía y de altura. Pero la sociedad es la misma.
Todos los itinerarios románticos incluyen Cádiz en sus días anda­luces. ¿Y cómo no? Igual que a Ronda, lo baña esa atmósfera particular de aquella época. Siempre recordaré su Ayuntamiento, celeste, dorado y blanco, con aquella deliciosa cupulilla levantada como una magnolia en un cielo claro, de tan sutil y penetrante luz caída. No sé si me explico con esa palabra para expresar la luz romántica de Cádiz. Es una luz que no fulge desde arriba, sino que hiere de soslayo, tal un adiós sin fuerza ya. Su encanto es el mismo de Ronda; las dos ciudades andaluzas más románticas que conozco, una marina y otra de tierra adentro. También vibra en Ronda el mismo aire pretérito que se halla en Cádiz. Recuerdo ahora, al referirme a Ronda, no la magnificencia elocuente de su balcón sobre la sierra, donde el hombre queda colgado como un ave sobre uno de los paisajes de tierra más espléndidos que conozco, sino un pequeño detalle. Ni siquiera es la portada encajada en su plaza de toros, tan romántica ésta además, sino, anotación sin importancia, la extraña reja de un balcón; toda cerrada y sin embargo abierta, porque no tiene cristales; de techo curvo, con una corona en el remate, como un historiado lecho principal. Más que balcón parece un tocador galante; pero donde las curvas pudieran sugerir ideas muelles, la materia, el hierro desnudo, habla de algo muy distinto. Es imagen misma de Andalucía, lánguida y fuerte como un árabe voluptuoso.
Creo que si buscamos el rastro romántico de Andalucía, queremos llegar a su corazón, sólo Ronda y Cádiz pueden ser elocuentes con nuestro afán. Cádiz ¿no es espejo del romanticismo; un miraje apa­sionado, una promesa elocuente? Algo como ligera angustia, como el peso de una dicha pasada, nos oprime el pecho al respirar su mágica atmósfera. ¿Por dónde vamos caminando? Una calle recta y estricta para nuestro cuerpo solitario se alarga ante el incierto deambular; leves matices claros, no rosa, verde manzana, celeste o blanco perla, sino cambiantes irisaciones nacaradas, espectros de casas, se insinúan  a los lados, y al fondo una línea azul alta: el mar: ¿Desorientados ya? de vez en vez una sonriente placilla abandonada con sus árboles; es 1o único que al principio parece una indicación, pero que luego es un engaño más. Volvemos los pasos en sentido contrario; los mismos espectros sonrientes de las fachadas, la misma línea azul alta al fondo. ¿Es una isla esta ciudad? El mar ciñe como cinta de zafiro y diamante el claro prodigio romántico de Cádiz, pero deja una estrecha faja de tierra que se alarga hasta alcanzar la costa. De lejos parece la ciudad un reflejo de luna caído en el mar y nos acercamos a ella temiendo que se desvanezca. La luna, celosa del amoroso sol meridional, ha que­rido dejar allí un recuerdo constante de su extraña seducción, tan distinta de aquella del sol, pero igualmente penetrante. Quién sabe si, como Lohengrin, no se desvanecerá cualquier día en el horizonte acuá­tico, convertidas sus murallas en escuadrilla de cisnes que la lleven mar adentro, lejos de nuestros ojos enamorados.
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Abandonemos el mar andaluz, porque el itinerario romántico sólo va de Granada a Córdoba, de Córdoba a Sevilla, de Sevilla a Cádiz, dejando acaso caer una desdeñada mirada sobre algún pueblo inter­medio. Pero hay más cosas en Andalucía, románticos amigos míos. ¿Cómo olvidar Huelva y su colina ocre, desde la cual se divisan dos ríos moribundos, desmayados antes de llegar al mar invisible? Y Al­mería, la ciudad del desierto y el mar, donde las horas no pesan y donde los bares parecen servir hoy marihuana a los descuidados clien­tes, según la perfecta indolencia de las horas que en su seno acogedor dejamos pasar, mirando, como los dioses, el cortejo de los mortales que se precipita ante nuestros ojos tranquilos. Y Málaga. Pero de Málaga, por modestia, no sé qué decir; me parecería hacer mi propio elogio. Sigamos nuestro itinerario.
Casi pudiera decirse que esos pretéritos días son los últimos de Sevilla. Si el encanto romántico alemán es líricamente inteligente, Goethe, Holderlin, Novalis, el encanto romántico de Sevilla es muchas veces una lírica renuncia a lo inteligente; no comprender, no pensar, sino dejar resbalar la corriente vital sobre el cuerpo lánguido, beata­mente animalizado. Pero esa actitud sólo tiene completa justificación y excusa en el mar, cuya solar fuerza azul absorbe toda actividad intelectual, como si fuéramos oficiantes de su culto y a él se destinaran íntegras nuestras fuerzas. En cambio, tierra adentro, en Sevilla, no hay tan poderoso motivo. Ya el pobre Borrow hace exclamar a uno de  sus interlocutores: «¡Libros en Sevilla, donde nadie lee, como no sean novelas nuevas traducidas del francés y obscenidades! ¡Libros! ¡Ojalá fuese gitano, que entonces vendiendo burros sería al menos indepen­diente y más respetado que ahora!». Esa falta de estímulo espiritual, esa desgana, hace que esta ciudad aparezca como caída en un letargo. Sólo la animaban aún en esa época sus veladas en la plaza del Duque, de las que habla no sé dónde la Avellaneda; o en el desaparecido paseo de Cristina, de quien habla Gautier. Hoy quedan ciertos palacios, ciertos jardines inolvidables, como los del Alcázar; pero todo da una impresión de vida que se agota. Borrow, poco dado a anotaciones sentimentales, habla también del «melancólico silencio» de Sevilla. Sólo de vez en vez, a lo largo del tiempo, un destello de genio la cruza calladamente, como en el caso de Bécquer. Por eso quizá el encanto romántico andaluz tenga en esta ciudad un cariz moribundo; es una dorada ruina. Hoy tal vez no sea fácil percibir esto, porque una ola de falsa tradición renovadora la ha venido anegando en los últimos años; se la ha disfrazado como para un carnaval. Pero no es más andaluz quien de andaluz se disfraza, sino quien lleva intacto dentro sí, límpido y seductor, el reflejo de esta tierra misteriosa, perezosa y activa, vívida y soñadora. ¿Qué relación tiene lo otro con Andalucía? Preferibles son mil veces las ruinas, fieles siempre, a ese absurdo y externo andalucismo reciente, de una facilidad repugnante. Vergüenza de todos los gestos, gritos, coplillas y escenas vulgares, compuestas a imitación de algo que nunca fue real. Hace tiempo buscaba yo viejas fotografías sevillanas, comparándolas mentalmente con la ciudad actual. Qué desolación. No tener presente, pase; pero no tenerlo y destruir además el pasado admirable... Refugiémonos, pues, en él.
Clave de la Sevilla romántica es Murillo. Ya sé, ya sé; Murillo no es un pintor históricamente romántico**. ¿Qué importa? Dos figuras no históricamente románticas llenan, sin embargo, su romanticismo: Murillo y Mañara. He hablado en otra ocasión del andalucismo nór­dico de Bécquer. ¿Se me permitirá encontrar en Murillo otro andaluz nórdico? Todos conocemos qué pomposo derroche de color han venido empleando, y emplean todavía, ciertos pintores al intentar trasladar al lienzo paisajes o figuras andaluces. Véase cualquier paisaje de Mu­rillo; se diría un paisaje nevado. Extraños árboles lunáticos, grises horizontes y cielos grises; aquí o allá, como leves insinuaciones, unas pinceladas de un blanco opalino, malva o rosa desvaído. Tales son los colores que ostentan por lo general los paisajes de Murillo. Pero qué exquisitamente andaluz y qué exquisitamente popular. Comprendo que a los escritores españoles de fines de siglo pasado no pareciera interesarles este pintor. Si explícitamente no lo han desdeñado, ésa es al menos la época en que la burguesía letrada encuentra distinguido sonreír compasivamente ante Murillo. Y con cuánta razón −apresu­rémonos a añadir−. ¿No es ésa la época álgida del más inefable pro­ducto que haya podido dar la actual sociedad: el burgués pedante? Imposible que éste percibiera el sutil aroma popular de tan incompa­rable pintor. Muchas veces la verdadera elegancia española está en el pueblo, y en él tenemos que buscarla los artistas.
Pero ¿cómo explicar esa resonancia romántica de Murillo? Hay en él un gusto por lo popular, por las escenas íntimas, por la realidad vívida, que sólo el romanticismo trajo conscientemente a la luz. No, no me recuerden la novela picaresca. Tienen sus chiquillos comiendo fruta, contando dinero o dormidos en un rayo de sol entre sus andra­jos, una seducción humana insólita en el espíritu español. Pocas obras de nuestra pintura son tan líricas como La cocina de los ángeles. No hablemos de sus grandes lienzos del Hospital de la Caridad, en Sevi­lla; son altos entre las más altas obras nacionales. Bien lo conocían los viajeros románticos. Sevilla para ellos, es sabido, está en la Cate­dral, el Alcázar y los lienzos de este pintor. Añadamos los palacios, jardines y paseos, hoy poco a poco destruidos, y está esbozado el escenario romántico sevillano. Pero aún queda algo: hablaba del Hos­pital de la Caridad. ¿Quién no recuerda el nombre de su fundador? Mañara, el galante héroe que inspira a Mérimée Las ánimas del purgatorio; el galante enamorado que escribe después de su conversión tra­tados ascéticos, y según la leyenda planta rosales todavía. ¿Cómo po­dían abandonar las gracias del mundo a un sensible andaluz, aunque éste aparentase desdeñarlas? Lo verdaderamente ascético es que su palacio esté hoy convertido en almacén.
Calles, plazas y jardines sevillanos del pasado siglo; noches estivales en las umbrías alamedas vagamente alumbradas; dejadez, vo­luptuosidad... Pero un romántico visitante dice hablando de esta tierra: «Un cielo encantador, un aire puro y delicioso llenan el alma con una languidez secreta, de la cual el viajero que pasa no debe defenderse. Sentimos que en aquel país las tiernas pasiones hubieran apagado prontamente las pasiones heroicas, si el amor, para ser verdadero, no tuviese siempre que acompañarse de la gloria». ¿Qué ocurriría si el amor desaparece, cediendo el puesto, ni siquiera al capricho, sino a la imitación amorosa? Todo se viene entonces abajo. Ah, Sevilla, Sevilla…
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«¿Quién no ha edificado alguna vez con la imaginación su palacio morisco; quién no ha levantado durante una hora de éxtasis un paraíso terrestre en la ladera de una colina de naranjos, adonde todas las cosas sonríen con una promesa de dicha?», exclama Quinet ante la Alhambra. Granada, para los románticos, es la Alhambra; como Córdoba es la Mezquita; porque en aquella ciudad, lo mismo que en ésta, el recuerdo de una civilización desaparecida es imperioso para el viajero sentimental. Pero, a diferencia de lo que ocurría en Italia, ese recuerdo se mezcla con el muelle abandono del ambiente; y el recuerdo histórico pasa a ser voluptuosidad, como la muelle sensación de placer inconcreto tiene alguna raíz pretérita. No me atrevo, sin embargo, a decir que un placer individual pueda a veces confundirse con la imponente masa de la historia, aunque desee, por mi parte, que algún historiador sensible algún historiador sensible nos dé cualquier día una historia de los placeres.
Medio ascéticas por la melancolía de las ruinas, por la tradición de un pueblo hundido en el olvido, medio voluptuosas por su realidad tentadora, estas ciudades andaluzas de monumentos memorables tie­nen sobre todo para nuestra sensibilidad algunos rincones de recogi­miento ancestral. Son esos jardinillos de columnas marmóreas y blan­cos muros, que guardan en su oculto alentar unos mirtos, unos lau­reles, unos rosales y acaso algún ciprés o palmera; pero, sobre todo, encierran aquello que en Andalucía es tan necesario como el aire: un estanque donde el agua verde sueña cara al cielo, entre el sosegado silencio del jardín. Ese silencio no tiene par en sitio alguno. No es el suyo el muerto silencio monástico; tampoco es el silencio de los parajes ruinosos, retirados hace largo tiempo de la vida; ni es el silencio de la habitación a solas con los sueños y pensamientos de su morador. Participa de todos ellos y es además el silencio elocuente que rodea a las tácitas voces de la naturaleza. Las cosas parecen calladas al irrum­pir entre ellas nuestro cuerpo; mas presentimos que al retirarnos el hondo coloquio volverá a brotar. Y si el agua de la fuente late con un lento suspiro, la sensación de un eco rezagado es más aguda aún. Acaso si esa voz nos habla sea su lenguaje una invitación para sumir­nos en aquel diálogo de la naturaleza; piedra, vegetal y agua sueñan, aman y desfallecen bajo el profundo cielo andaluz. Pero hay en tal invitación una seducción peligrosa: la seducción de la inmovilidad. ¿No es ésa la seducción de Córdoba, de Granada? Gautier, el ruidoso, huye de Córdoba, apenas ha visto la Mezquita; el silencio lo anula. Las tertulias granadinas lo retienen más tiempo entre el Generalife y la Alhambra; y, a pesar de todo, traza de la vida granadina, descuido, ocio, placer, un cuadro bastante exacto, que podemos extender a toda la Andalucía romántica.
Pero no sé qué secreto tienen aquellas escondidas aguas andaluzas; su sonido nos sumerge en una beata inmovilidad como ninguna mú­sica del mundo. Y estas sirenas de la tierra, aprisionadas en fuentes, estanques, aljibes o canalillos, cantan en nuestro oído, llamándonos pausadamente. Un encanto romántico palpita entre los bordes de pie­dra que las aprisionan. Recuerdo la leyenda del anillo de Carlomagno, el cual se lo arrebataron durante el sueño para romper el hechizo que, gracias a él, lo unía con una mujer aun después de muerta ésta. Arrojaron el anillo a un lago; ya no pudieron apartar al rey de aquellas márgenes. Sentados al lado de la fuente, inclinados sobre la letal mirada de aquellas verdes pupilas, dejamos pasar hora tras hora sin importarnos qué sean el tiempo y la vida. Tal vez en esa agua repose el anillo por cuyo hechizo amamos fatalmente aquellos parajes; anillo perdido en época remota y que ejerce sobre un espíritu afín con el del antiguo dueño idéntica atracción. Imposible abandonar aquel patio, entre cuyos ladrillos, que el tiempo ha vuelto de un color rosa amarillento, brotan de los arriates las hojas aceradas de los naranjos. Aún la estrecha cancela herrumbrosa, encajada en el marco de piedra, deja vislumbrar una descuidada arboleda de senderos abandonados. ¿Será ése nuestro edén perdido? No sé. Pero en el fondo de estos quietos aljibes alienta algo de su secreto.
Los románticos supieron languidecer ante la quietud de esas aguas. Recordaban la figura del Rey Chico de Granada, aquel pobre soñador caído en las garras de dos rapaces rabadanes castellanos y a quien el destino hizo perder el espléndido escenario que antes le regalara. En­tregado a su ocio lírico, a su impotente fantasía, fue espejo de soñadores, a los cuales atormentan deseos más fuertes que su poder en el mundo.
Eso es Granada, eso es Córdoba, eso es Andalucía. Pero cuánto desmayo en su actual realidad. Yo quisiera vislumbrar en esa enig­mática existencia surcada de opuestos caminos. Clavado en la Mez­quita hay un templo de culto distinto; hundido en la Alhambra hay un palacio castellano; otro hace presa también en el Alcázar de Sevi­lla. Cuántas líneas cruzadas, opuestas, cortadas y borrosas, como en la palma de una generosa mano. A través de esa red secular se adivina un trazo luminoso y único, inevitable como un sino; ése es el eje espiritual de Andalucía. ¿Quién lo libertará de tantas adherencias impuras? Nadie quizá. Nos queda a los poetas el vago consuelo de soñar esa tierra, ya que su realidad verdadera es hoy un sueño imposible, sueño romántico; uno más, el más triste quizá de esta romántica divagación andaluza.
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En las sepulturas árabes se abre, sobre la losa que indica el lugar donde desapareció un hombre, una cavidad destinada a recoger du­rante las lluvias unas gotas de agua. Leí una vez que esa agua, en un clima cálido, es preciosa para los pajarillos del cielo. Como éstos yo he querido templar la sed acercándome a la piedra que cubre el cuer­po dormido de mi hermosa Andalucía. No encontré en su cavidad agua alguna. Y tengo que volverme con mi sed hacia las áridas lla­nuras castellanas.
Luis Cernuda, “Divagación sobre la Andalucía romántica” (1935), en Prosa II, Ed. Derek Harris & Luis Maristany, Madrid, Siruela, 1994, págs.. 82-102.
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Es una colaboración de Carmen Brea Romero

* Y esa realidad, según lo comprobado por mí, continúa repitiéndose; vi desfilar por las calles de Córdoba ojos almendrados de brillo sombrío, como no he encontrado en otra parte, si no es en pinturas y esculturas egipcias.
** Por esa razón, de poco valor en Murillo, no aludo a otros pintores andaluces clásicos; lo siento, sobre todo en cuanto al cordobés Pablo de Céspedes, desconocido y admirable.

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