sábado, 5 de febrero de 2011

TEORÍA DEL GADITA, por Juan José Téllez




De Juan José Téllez (Algeciras, 1958), les ofrezco hoy un ensayo del que, como del cerdo, se come todo: la erudición, el arte, la ironía con que se enfoca ese chauvinismo tan gaditano. No se pierdan el libro del que este capítulo forma una  pequeña parte.

TEORÍA DEL GADITA
Quizá el gentilicio apocopado de "gadita" no sea el más adecuado para definir a los habitantes de la capital gaditana que viven en el casco antiguo y que alardean de su condición como si fueran chiítas o talibanes de lo suyo, que es lo que viene a definir ese término tan generalizado.
         Antiguamente, se distinguía entre "tirillas" y "beduinos", que era como se denominaba a los habitantes del nuevo Cádiz que se extendió sobre el istmo, desde las Puertas de Tierra −cuyo topónimo se ha generalizado para dicha zona al completo− hasta Cortadura. Desde el aire, la capital gaditana ha dejado de ser una Tacita de Plata, como fue bautizada la ciudad por un cursi con suerte. (…)
         Aunque Cádiz pasa por ser una provincia abierta y cosmopolita, desconfíe de las apariencias: atrás quedaron los tiempos de la Carrera de Indias y de Jorge Juan. El gadita suele viajar poco por cuanto su ilusión es la de que vive en el mejor sitio del mundo, sin conocer necesariamente otros rumbos y paraderos. Esto es, puede que tengan razón, pero la mayoría no ha salido fuera de las murallas para comprobarlo.
         Y es que el gadita vive intramuros, como en una especie de convento urbano que tiene salida al mar y las estrellas. Su máximo contacto con el exterior, muy a menudo, es una caña tendida en La Alameda de Apodaca, frente al faro de Las Puercas, intentando distinguir si lo que tiene a su frente es eso que llaman Puerto Real, El Puerto de Santa María, Rota o Chipiona: "Más allá de aquella punta está Sanlúcar, pero no se ve", suele ser su máxima noción de los horizontes lejanos.
         La señorita del mar −así le llamó José María Pemán a Cádiz− ya es una grave solterona, encerrada en sí misma, como una marquesa venida a menos que sigue tomando té en tacitas de porcelana, que sigue pensando que es ombligo de un mundo que ya no existe, que cree que el universo empieza y acaba en su breve alacena donde guarda cajas de dulces de membrillo con escenas habaneras pintadas sobre la lata, añejos ultramarinos, babis de chicucos montañeses, lazos de primera comunión del antiguo San Felipe, pilas bautismales de la Santa Cueva, fotos ocres de Manuel de Falla llegando en una patera a la isla de Sancti Petri, en donde alguien le había dicho que quedaba la puerta de La Atlántida.
         Puede que Cádiz, de ser un problema, tuviera solución. Pero los gaditanos no la tienen. El gadita cree que Cádiz se está muriendo. Adiós al Cádiz de "el Morcilla", que aseguraba que encontró el bastón de su abuelo Enrique el Mellizo en una estantería del Museo Vaticano. El Cádiz de hoy vendría a ser como su único pintor histórico de fama, Enrique de las Marinas, al que se le conoce de oídas y jamás nadie ha visto un cuadro suyo.
         Cádiz agoniza sin prisa pero sin pausa desde el siglo XVIII. Y, en especial, desde que a partir de los años 70, se fueron los barcos y sobrevino el paro. El puerto bullía, por aquel entonces, y por los muelles se cruzaban personajes de Galdós y de Fernando Quiñones, llegaban desde Chiclana los lentos obreros ciclistas a quienes la leyenda cuenta que Manolete repartía bocadillos y duros de posguerra a la falda de la Venta de Vargas. Era el Cádiz de los buenos tiempos, el que nos descubría Pío Baroja en las páginas de Las inquietudes de Shanti Andía, con la catedral de dos torres, las fragatas en la derrota de Filipinas y los almacenes de cacao y azúcar: "Me encantaba el pueblo, sus plazas alegres, sus calles rectas; contemplaba las casas blancas de miradores enormes, las iglesias también blancas, y recorría la muralla al ponerse el sol". Era el Cádiz de Bolívar y Sanmartín, refugio de sefardíes, callejón de los negros, cuando la familia Mutis abría una modesta librería en el barrio de El Pópulo y una burguesía presuntamente liberal pero tradicionalmente gorrona no había mudado su domicilio todavía a los impecables chalés de El Buzo, en la costanera de El Puerto de Santa María.
         Ahora, la balaustrada de La Alameda que contempla el gadita sigue dando a un mar que ya no invita al viaje sino que parece aislar definitivamente a los habitantes de este pueblo que dicen que fundó Hércules y en donde, propensos al azar y al libre albedrío, se acuñó la lotería y la palabra libertad sobre un papel mojado de 1812.
         Cádiz seguramente se muere de éxito, ciudad pagada de sí misma, desatenta a lo que ocurre en el resto del mundo salvo que salpique mínimamente a su mal de piedra, a su raro pedigrí de hidalga de los mares. El razonamiento, en gran medida, es correcto: si realmente vivimos en el mejor lugar del mundo, ¿para qué preocuparnos de lo que ocurra fuera?
         Y es rigurosamente cierto: los gaditas creen a pies juntillas que este lugar constituye su hábitat ineludible. Salir de él, en cierto sentido, vendría a ser como un pez que decidiera vivir fuera del agua permitiendo que sus branquias se asfixien sin el aire de las casapuertas, de esos lentos paseos que acaban en el mar, entre tiendas imposibles, entre el neoclásico de la maqueta de la ciudad del XVIII que se conserva en el museo municipal y el exótico pastiche modernista del Casino Gaditano.
         En sus escasos desplazamientos al exterior, los gaditanos utilizarán una extraña medida que les servirá para establecer comparativas del mundo mundial con respecto a su añorado terruño: "La tía era más larga que la calle Sacramento", podrán decir. O bien: "Era más larga que las colas del Falla". Que algún trámite se alarga en demasía: "Esto va a durar más que las obras de la Catedral". O las del puerto. Que un terremoto sacude México D.F.: "Ni que fuera la explosión del Polvorín". En Escocia siempre llueve más que el día que enterraron a Bigote. Y el metro de Nueva York tiene más parás que el Nazareno. A este singular procedimiento, el periodista Fernando Santiago lo ha bautizado acertadamente como el "cadímetro".
         No hay un solo Cádiz, ni hay un solo gaditano, como declaraba otro periodista, Augusto Delkáder, a Lalia González Santiago: "No me gusta generalizar, porque hay gaditanos y gaditanos −aseguraba aquel remoto soldado del batallón infantil−. Hay a quienes no les gustan las coplas del Carnaval y no por eso son menos gaditanos o traidores. Creo que la gente de Cádiz, en general, es gente con talento. No participo del cliché de que el individuo de Cádiz vive tan a gusto consigo mismo que no hace esfuerzos. No, mentira. Conozco gente de Cádiz que trabaja mucho, que es emprendedora. Sí se proyecta un cliché equivocado y que no responde a la realidad, que enfatiza en esos aspectos pseudofolklóricos. Esa imagen del gaditano como un individuo que vive para el Carnaval, la playa y la Semana Santa, que siempre cuenta chistes y trabaja poco, ese no es el prototipo de gaditano. Hay algunos que son así, pero es una minoría".
         A juicio de Balbontín, otro humilde gorrión de los diarios como diría Horacio Guaraní, la palabra gadita encuadraba al "gaditano heredero de las generaciones trimilenarias, que siente por las cosas típicas de su ciudad una pasión acentuada", pero sobre todo a "aquellos que están impregnados en el estilo inigualable de esta tierra. Para ello hay que comprender y sentir los carnavales de aquí, la ironía de aquí, el salero y la gracia de aquí, y hasta nuestro aire de levante".
         El gadita se muestra orgulloso de su larga historia, pero difícilmente identificará con su propio pedigrí a personajes célebres como Alcalá Galiano o Jorge Juan, ni relacionará con su provincia al jerezano Alvar Núñez Cabeza de Vaca, que fue capaz de sobrevivir a numerosos naufragios y durante ocho años ejerció como esclavo y como hechicero de los indios carancaguas a lo largo de lo que hoy serían cuatro estados al sur de USA. Seguro que si alguien se lo recuerda, le parecerá curioso que el signo del dólar proceda de las anotaciones que Tomás Meade realizaba en su comercio gaditano para identificar los pagos en efectivo, apenas un croquis de las columnas de Hércules y el non plus ultra del escudo local. O que un isleño, Luis Gálvez, se convirtiera en el único tipo capaz de derrotar a los Estados Unidos en una guerra en el corazón de la Amazonia.
         El gadita cree que su ciudad y su provincia −como un enorme cortijo que le perteneciera por patrimonio familiar− han estado de antiguo en el centro del universo. Le pone que La Atlántida estuviera en el Estrecho o que Tartesos duerma bajo La Janda. Y muere al saber, por las memorias de Paul McCartney, que él y John Lennon empezaron a componer Yesterday en un viaje desde Portugal al golfo de Cádiz. El buen gadita, ante cualquier paisano que triunfe en lo suyo, moverá sus dedos índice y anular al tiempo que exclamará con orgullo patrio: "¡Una eminencia!".
         Así, lejos de la pompa de la Academia y más próximos a las entretelas del corazón, los gaditanos alabarán tanto los diseños de Antonio Ardón como los de Tere Torres, pero también ponderarán los disfraces de Pepi Mayo, por mucho que desconozcan que el célebre diseñador gibraltareño John Galliano aprendió bulerías en La Línea de la Concepción.
         Todo Cádiz se hará lenguas con sobrada razón de los guitarreros de Algodonales, o del taller de encuadernación de la familia Galván en la capital gaditana.
         Y alentará cualquier tipo de leyenda que redunde en beneficio de que Cádiz sea ombligo más que cerebro. No sólo la lotería habría nacido aquí, como en efecto así fue, sino que Cádiz figura a la cabeza de todas las estadísticas europeas, empezando por la de la ciudad más ruidosa del continente.
         Bajo el título de "Teoría del gadita", en el Diario de Cádiz,  en 1992, Pedro Payán, que se define como un sencillo aspirante a dicho rango, escribió un artículo que pretendía definir lo que él encuadra como "gaditano castizo, popular, amante de las cosas de su tierra" y entre cuyas filas figuraron autores locales como Fernando Quiñones o Evaristógenes.
         "La actitud de los que condenan este vocablo va desde los que, simplemente, no les gusta, no les suena bien, piensan que es suficiente con el gentilicio gaditano, respaldado por la Academia, y hasta los que estiman que es un torpe invento e, incluso, una horrible palabreja, que habrá que desterrar, por buen gusto. Como verán, un arco amplio de pareceres, pero todos ellos con un rasgo común: el rechazo".
         Más allá de precisiones lingüísticas que pueden consultarse en su excelente libro El habla de Cádiz, Payán advierte que "mientras que gaditano es el natural de Cádiz, gadita pasa a denotar "el que ejerce como gaditano". Ya sé que el término gaditano puede englobarlo todo: el nacido aquí y el que, en consecuencia, ejerce como tal, pero... no sé quién o quiénes, el pueblo, en definitiva, creó y puso en marcha esta nueva forma para significar en exclusiva otra cosa distinta. Se me ha dicho que el invento fue sevillano, relacionado con el mundo cofradiero, y con carácter peyorativo. Las palabras tienen su historia, es verdad, pero una vez en pleno rendimiento nos quedamos con la significación que convencionalmente le hemos adjudicado”.
     
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                                                  Juan José Téllez, "Teoría del gadita", Teoría y praxis del gadita, Córdoba, Almuzara, 2008, págs. 11-15.

2 comentarios:

  1. Para un cordobés Cádiz será lo que sea... Para un gaditano, lo es todo.
    Que tendrá Cádiz que todo el que viene se queda.

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  2. Por cierto hay un cuadro de Enrique de las Marinas en el Louvre de París.
    Soy gaditana

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