lunes, 27 de diciembre de 2010

ELEGÍA DE CÁDIZ, por Pablo Neruda


IV

Amarrada a la costa como una clara nave,
Cádiz, la pobre y triste rosa de las cenizas,
azul, el mar o el cielo, algunos ojos,
rojo, el hibiscus, el geranio tímido,
y lo demás, paredes roídas, alma muerta.
Puerto de los cerrojos, de las rejas cerradas,
de los patios secretos serios como las tumbas,
la miseria manchando como sombra
la dentadura antigua de una ciudad radiante
que tuvo claridad de diamante y espada.
Oh congoja del papel sucio que el viento
enarbola y abate, recorre las calles pisoteado
y luego cae al mar, se consume en las aguas,
último documento, pabellón del olvido,
orgullo del penúltimo español.
La soberbia se fue de los pobres roperos
y ahora una mirada sin más luz que el invierno
sobre los pantalones pulcramente parchados.
Sólo la lotería grita con mentira de oro:
el 8-9-3 el 7-0-1
el esplendor de un número que sube en el silencio
como una enredadera los muros de las ruinas.
De cuando en cuando golpea la calle un palo blanco.
Un ciego y otro ciego. Luego el paño mortuorio
de seis sotanas. Vámonos. Es hora de morir.
V
Desde estas calles, desde estas piedras, desde esta luz gastada
salió hacia las Américas un borbotón de sangre,
dolor, amor, desgracia, por este mar
un día,
por esta puerta vino la claridad más verde,
hojas desconocidas, fulgor de frutos, oro,
y hoy las cáscaras sucias de patatas mojadas
por la lluvia y el viento juegan en el vacío.
Y qué más? Sí, sobre los dignos rostros pobres,
sobre la antigua estirpe desangrada,
sobre descubrimientos y crueldades,
encima las campanas de aquella misma sombra,
abajo el agujero para los mismos muertos.
Y el Caudillo, el retrato pegado a su pared:
el frío puerco mira la fuerza exterminada.

(Para ver el poema entero)

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ELEGÍA DE CÁDIZ

I
El más lejano de los otoños perdidos,
la sensación del frío que toca a cada puerta,
los días en que fui más pequeño que un hombre
y más ancho que un niño, lo que llaman pasado,
pasado, sí, pero pasado de la tierra y del aire,
de las germinaciones, del tiempo moribundo,
todo ha vuelto a envolverme como un solo vestido,
todo ha vuelto a enterrarme en mi luz más antigua.

Otoños, de cada hoja tal vez se levantaron
hilos desconocidos, insectos transparentes,
y se fue construyendo otro árbol invisible,
otra arboleda muerta por tiempos y distancias.

Eso es, eso será tal vez lo que me cubre,
túnica o niebla o traje de oro o muerte,
algo impalpable y lento que conoce mi puerta
está esperando un ser parecido a una hoja:
sin llave y sin secreto tembló la cerradura.

Ahora, otoño, una vez más nos encontramos,
una vez más ahora nos despedimos:
buenos días, panal de la miel temblorosa,
adiós, secreto amor de la boca amarilla.

II
Hace treinta y tres años este tren
de la Gare de Lyon a Marsella y luego, luego
más lejos… Será éste el otoño,
el mismo, repetido hoja por hoja?
O está la tierra también disminuida,
gastada y arrugada como un traje
mil veces llevado a la fiesta y más tarde a la muerte?

Hoy el rojo sobre el verde, las hayas
son los grandes violines verticales de la pradera,
las vacas echadas en el vapor de la media mañana,
la tierra
de Francia vestida con sus hojas de fiesta.

Tal vez la tierra sólo gasta sus sombras,
sólo gasta la luz que limpia su vestido,
sólo gasta el invierno que lava sus raíces,
y ella se queda intacta, sonora, fresca, pura,
como antigua medalla que canta todavía,
lisa, dorada, en medio del tiempo que envejece.

El tren corre y separa los recuerdos,
los corta como espada, los disemina, sube
por las mismas colinas, abre los mismos bosques,
deja atrás, deja atrás no sólo la distancia,
sino lo que yo fui, lo que vivió conmigo:
aquel joven errante que alguna vez sostuvo
la torre del otoño, mientras el tren violaba
como un toro morado la frescura de Francia.

III
Los elegantes barcos cerrados como tumbas
en el pequeño Puerto Viejo… Marsella de mil puntas
como estrella de mar, con ojos encendidos,
alturas amarillas, callejas desdichadas,
el más antiguo viento de Europa sacude
las íntimas banderas de las lavanderías
y un olor de mar desnudo pasea sin pudor
como si Anadiomena crepitara en su espuma
entre el semen, las algas, las colas de pescado
y la voz mercantil de los navíos.

La guerra segregó su vinagre infernal,
su inexplicable cólera contra las callejuelas
y la puerta del mar que nunca conoció
naves que se llamaran Remordimiento o Sangre.
No quiero recordar la rosa dolorosa,
la humillación de sus manos azules:
sigamos nuestro viaje porque sigue la vida
y entonces hoy y ayer y mañana y entonces
el azafrán y el vino preparan el banquete,
relucen los pescados con nupcial aderezo
y los manteles bailan en el aire africano.

IV
Amarrada a la costa como una clara nave,
Cádiz, la pobre y triste rosa de las cenizas,
azul, el mar o el cielo, algunos ojos,
rojo, el hibiscus, el geranio tímido,
y lo demás, paredes roídas, alma muerta.
Puerto de los cerrojos, de las rejas cerradas,
de los patios secretos serios como las tumbas,
la miseria manchando como sombra
la dentadura antigua de una ciudad radiante
que tuvo claridad de diamante y espada.
Oh congoja del papel sucio que el viento
enarbola y abate, recorre las calles pisoteado
y luego cae al mar, se consume en las aguas,
último documento, pabellón del olvido,
orgullo del penúltimo español.
La soberbia se fue de los pobres roperos
y ahora una mirada sin más luz que el invierno
sobre los pantalones pulcramente parchados.
Sólo la lotería grita con mentira de oro:
el 8-9-3 el 7-0-1
el esplendor de un número que sube en el silencio
como una enredadera los muros de las ruinas.
De cuando en cuando golpea la calle un palo blanco.
Un ciego y otro ciego. Luego el paño mortuorio
de seis sotanas. Vámonos. Es hora de morir.

V
Desde estas calles, desde estas piedras, desde esta luz gastada
salió hacia las Américas un borbotón de sangre,
dolor, amor, desgracia, por este mar
un día,
por esta puerta vino la claridad más verde,
hojas desconocidas, fulgor de frutos, oro,
y hoy las cáscaras sucias de patatas mojadas
por la lluvia y el viento juegan en el vacío.
Y qué más? Sí, sobre los dignos rostros pobres,
sobre la antigua estirpe desangrada,
sobre descubrimientos y crueldades,
encima las campanas de aquella misma sombra,
abajo el agujero para los mismos muertos.
Y el Caudillo, el retrato pegado a su pared:
el frío puerco mira la fuerza exterminada.

VI
De tanto ayer mis patrias andan aún apenas.

De tanta dignidad sólo quedaron ojos.

Del sueño un ceniciento souvenir.

América poblada por descalzos,
mi pueblo arrodillado frente a la falsa cruz,
mineros, indios pobres, galopando borrachos
al lado de los ríos inmortales. Amada mía, América,
descubierta, violada y abandonada bajo
la colérica nieve, la panoplia volcánica:
pueblos sin alfabeto, mordiendo el duro grano
del maíz, el pan de trigo amargo:
americanos, americanos del andrajo,
indios hechos de oxígeno, plantas agonizantes,
negros acostumbrados al grito del tambor,
qué habéis hecho de vuestras agonías?

Oh terribles Españas!

VII
Como dos campanadas en destierro
se responden: ahora, conquistados,
conquistadores: está la familia en la mesa,
separados y unidos en el mismo castigo,
españoles hambrientos y americanos pobres
estamos en la misma mesa pobre del mundo.
Cuando ya se sentó la familia a comer
el pan se había ido de viaje a otro país:
entonces comprendieron que sin ninguna broma
el hambre es sangre y el idioma es hambre.

VIII
Piedad para los pueblos, ayer, hoy y mañana!
A tientas por la historia, cargados de hierro y lágrimas,
crucificados en implacables raíces,
con hambre y sed, amargas enfermedades, odio,
con un saco de sal a la espalda,
de noche a noche, en campos de tierra dura y barro,
aquí y allí, en talleres tapizados de espinas,
en puertos, privilegio del desdén y el invierno,
y por fin en prisiones
sentenciados
por una cuchillada caída en el hermano.

Sin embargo, a través de la aspereza
se mueve el hombre del hierro a la rosa,
de la herida a la estrella.
Algo pasa: el silencio dará a luz.
He aquí los humillados que levantan los ojos,
cambia el hombre de manos:
el trueno y las espigas se reúnen
y sube el coro negro desde los subterráneos.

Cambia el hombre de la rosa al hierro.
Los pueblos iluminan toda la geografía.

                                       ______________________________________________________

Pablo Neruda, “Elegía de Cádiz”, Cantos ceremoniales (1961),
Obras completas II. De Odas elementales a Memorial de Isla Negra (1954-1964),
Ed. de Hernán Loyola con el asesoramiento de Saúl Yurkievich,
Barcelona, Galaxia Gutenberg & Círculo de Lectores, 1999, págs. 1056-1061.

Nota del editor (págs. 1392-1393):
El 12 de noviembre de 1960 Pablo y Matilde [Urrutia, su mujer] se embarcaron en Marsella rumbo a Cuba.
La nave hizo escala en Cádiz donde al parecer Neruda obtuvo al menos permiso para un paseo por la ciudad (“Desde estas calles, desde estas piedras, desde esta luz gastada / salió hacia las Américas…”).
A partir de la evocación histórica el poema elabora una reflexión comparada sobre los destinos de España y de la América española.

2 comentarios:

  1. Menos mal que ya no es asi. Neruda vio el Cadiz triste de la postguerra. Ojalá pudiéramos invitarlo a que volviese para que admirase esa perla blanca de luz plateada que es la nueva ciudad, llena de gente alegre.

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